Un bon article d'opinió, en ocasió del dia de la Pentecosta, sobre la trista tasca del traductor, que el fa ser examinat per qui domina, més o menys, dues o més llengües per poder comparar:
Extret de Diario de Cádiz
Autor: Enrique García-Máiquez | 31.05.2009
Autor: Enrique García-Máiquez | 31.05.2009
COMO saben ustedes, el famoso adagio italiano reza en realidad: "Taduttore,
traditore". Pero mucho me temo que en la práctica resulta al revés, o
sea, como en el título de este artículo: el traductor, más que traidor,
suele ser traicionado, el pobre. Y no sólo por lo poco que cobra o
nada, sino porque siempre hay algo que se le escapa, a pesar de sus
buenas intenciones, y eso vuelve luego por la espalda -en forma de
crítico más o menos bilingüe- y le da una colleja. La labor del
traductor es más fácil cuando traduce de lenguas imposibles, como el
árabe o el chino mandarín, o al menos más cómoda, o como mínimo más
impune. El asunto se complica bastante cuando traduce de lenguas que
los lectores conocen algo de su bachillerato, como el inglés o el
francés, o de lenguas hermanas, como el catalán o el gallego, o de
primas hermanas, como el italiano y el portugués. En esos casos, el
lector puede -con la ayuda suicida de la traducción, que se hace
heroicamente el harakiri-compararla a la versión original e indignarse
una barbaridad con el traductor porque no está todo-todo. Sin embargo,
así es la traducción. Alguien tan listo, leído y políglota como Jaime
Gil de Biedma lo explicaba: "El traductor siempre tiene que descartarse
de algo". Si hacer versos, como decía él, es un vicio solitario,
traducir es una partida con las cartas marcadas. La maestría estriba en
saber qué es lo irrenunciable de un texto y qué puede dejarse atrás sin
más coste que el enfado de algún zelote de la exactitud. A fin de
cuentas, no gana quien clone unas frases en el laboratorio de otro
diccionario, sino el que logre en el lector la misma emoción que
produce el original.
La imposibilidad última de una traducción
irreprochable no debe hacernos desistir del empeño ni maldecir a la
maldición de Babel. Desde antiguo han sido dos de las ruedas sobre las
que ha circulado la cultura: la riquísima variedad de lenguas y la
maravillosa posibilidad de compartirlas. El de traductor es un trabajo
gris, como el de profesor, por no ir muy lejos, pero sin ellos, no se
habría edificado la civilización. Son trabajos a los que no se viene a
triunfar como un futbolista del Barça o un político, sino a equivocarse
lo menos posible.
Igual que el resto de las maldiciones
bíblicas, la de Babel termina siendo para bien. Felix culpa; feliz
culpa, de nuevo, porque merece tal redención. En este caso, basta ojear
cualquier biblioteca por encima para comprobar que nosotros, gracias al
esfuerzo invisible de los traductores, en vez de la incomunicación o el
chapurreo voluntarioso de un Basic English, tenemos a nuestra
disposición libros de todos los idiomas del mundo. Pentecostés fue,
entre otras muchas cosas, el punto álgido del don de lenguas.
¿Recuerdan cómo cada uno hablaba en la suya, pero entendían
perfectamente a los demás? Hoy también podría ser el día de la
traducción. Celebrémoslo.
traditore". Pero mucho me temo que en la práctica resulta al revés, o
sea, como en el título de este artículo: el traductor, más que traidor,
suele ser traicionado, el pobre. Y no sólo por lo poco que cobra o
nada, sino porque siempre hay algo que se le escapa, a pesar de sus
buenas intenciones, y eso vuelve luego por la espalda -en forma de
crítico más o menos bilingüe- y le da una colleja. La labor del
traductor es más fácil cuando traduce de lenguas imposibles, como el
árabe o el chino mandarín, o al menos más cómoda, o como mínimo más
impune. El asunto se complica bastante cuando traduce de lenguas que
los lectores conocen algo de su bachillerato, como el inglés o el
francés, o de lenguas hermanas, como el catalán o el gallego, o de
primas hermanas, como el italiano y el portugués. En esos casos, el
lector puede -con la ayuda suicida de la traducción, que se hace
heroicamente el harakiri-compararla a la versión original e indignarse
una barbaridad con el traductor porque no está todo-todo. Sin embargo,
así es la traducción. Alguien tan listo, leído y políglota como Jaime
Gil de Biedma lo explicaba: "El traductor siempre tiene que descartarse
de algo". Si hacer versos, como decía él, es un vicio solitario,
traducir es una partida con las cartas marcadas. La maestría estriba en
saber qué es lo irrenunciable de un texto y qué puede dejarse atrás sin
más coste que el enfado de algún zelote de la exactitud. A fin de
cuentas, no gana quien clone unas frases en el laboratorio de otro
diccionario, sino el que logre en el lector la misma emoción que
produce el original.
La imposibilidad última de una traducción
irreprochable no debe hacernos desistir del empeño ni maldecir a la
maldición de Babel. Desde antiguo han sido dos de las ruedas sobre las
que ha circulado la cultura: la riquísima variedad de lenguas y la
maravillosa posibilidad de compartirlas. El de traductor es un trabajo
gris, como el de profesor, por no ir muy lejos, pero sin ellos, no se
habría edificado la civilización. Son trabajos a los que no se viene a
triunfar como un futbolista del Barça o un político, sino a equivocarse
lo menos posible.
Igual que el resto de las maldiciones
bíblicas, la de Babel termina siendo para bien. Felix culpa; feliz
culpa, de nuevo, porque merece tal redención. En este caso, basta ojear
cualquier biblioteca por encima para comprobar que nosotros, gracias al
esfuerzo invisible de los traductores, en vez de la incomunicación o el
chapurreo voluntarioso de un Basic English, tenemos a nuestra
disposición libros de todos los idiomas del mundo. Pentecostés fue,
entre otras muchas cosas, el punto álgido del don de lenguas.
¿Recuerdan cómo cada uno hablaba en la suya, pero entendían
perfectamente a los demás? Hoy también podría ser el día de la
traducción. Celebrémoslo.
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